Ermita cristiana y mezquita musulmana en origen) en la ciudad de Toledo.
Cuenta la tradición que allá por la mitad del siglo VI, reinando en España Atanagildo, había en Toledo un grupo fanático de judíos, los cuales sentían un gran aborrecimiento y odio hacia las imágenes de Cristo crucificado. Tenían una especial animadversión hacia un pequeño Cristo que era muy venerado por los cristianos toledanos y que se hallaba en una reducida iglesia visigoda junto a la puerta de la Conquista o Agilana (así denominada por creerse que fue construida, en tiempos de Agila) y posteriormente reconstruida y rebautizada con el nombre de Bab-alMardum.
El Cristo de la Luz
Su odio llegó a tal extremo que idearon un plan diabólico: untar con un potentísimo veneno los pies del Cristo, y como era costumbre de los cristianos rezarle, pedirle un favor y después besarle los pies para alcanzar la concesión de la súplica, creyeron que con su acción lograrían un doble propósito: matar a un número indeterminado de cristianos y que estos llegasen a aborrecer a la hasta el momento venerada imagen, tambaleándose su fe. Así que pusieron en ejecución su malvado designio aprovechando la soledad de la iglesia y la oscuridad de una noche de luna nueva. Sin embargo obtuvieron como resultado todo lo contrario del plan ideado, porque ocurrió que, a la mañana siguiente, cuando la primera devota llegó a rezar ante el Cristo y después intentó besar, como de costumbre, sus pies, se produjo el milagro: el Cristo retiró el pie, desclavándolo de la cruz, permitiendo que los labios de la mujer llegasen a rozarle. El estupor aumentó cuando el mismo hecho se repitió una serie de veces y con distintas personas.
Se conocía el milagro, pero no se sabía el motivo. Por fin el sacerdote, advertido del suceso, fue hacia el crucifijo y observó una mancha amarillento-verdosa sobre el pie desclavado, delatando el veneno.
En contra de la intención de los judíos no murió ningún cristiano y la fama y popularidad del Cristo aumentó en toda la ciudad, reafirmándose la fe de muchos incrédulos o tibios creyentes.
Uno de los más fanáticos e intolerantes de aquellos judíos era Abisaín, el cual vivía en la plaza de Valdecaleros. Fue él quien llevó a cabo el proyecto que le propuso su amigo Sacao, y fue el mismo amigo quien le llevó la noticia del milagro acontecido, lo que le llenó de ira y deseos de venganza.
Aquella noche, Abisaín no pudo dormir y cuando el cansancio le hizo cerrar los ojos fue para verse atormentado por visiones aterradoras: el rostro del Cristo se dirigía hacia él hasta estallarle en el suyo y a continuación, un tropel de gente le perseguía con feroces miradas y los brazos estirados tratando de cogerle para destrozarle. Otra vez, el Cristo se desprendía de la cruz y con los brazos abiertos se adelantaba hacia él pareciendo quererle estrechar contra su pecho. Se despertó y se levantó con el cuerpo y el alma doloridos. El desasosiego le continuó durante el día y para relajarse fue a dar un paseo por las afueras de la ciudad.
Cristo de la Luz
Mezquita "Cristo de la Luz" en Toledo. Foto Batilogix en flickr.com
Una tormenta se avecinaba. El cielo se oscurecía, los relámpagos iluminaban la atmósfera y los truenos retumbaban cada vez más cercanos. Volvió apresuradamente Abisaín de su paseo con mayor malestar interior que el que le invadía al iniciarle y sin darse cuenta entró en la ciudad por la puerta Agilana. La pequeña iglesia se hallaba solitaria y oscura; sólo una débil lamparilla lucía ante la imagen del Crucificado. Abisaín penetró en el recinto sagrado a pesar del temor que sentía y. se aproximó al Cristo. Observó con estupor y rabia cómo el Crucificado tenía un pie desclavado y separado del madero, tal y como le había contado su amigo Sacao. A tal grado llegó su cólera que, tomando en su mano un puñalillo que llevaba al cinto, se lo clavó en el pecho al Crucificado. Por efecto del fuerte impacto, la imagen cayó al suelo al tiempo que un grito de dolor rasgó el aire y la lamparilla se apagaba. Muerto de miedo, pensó en huir, pero su odio pudo más y recogió el Cristo pensando en destruirlo. Lo escondió entre sus ropas y, tras comprobar que no había nadie por los alrededores, salió corriendo con la imagen al tiempo que caía un fuerte aguacero.
Llegó a su casa de Valdecaleros, después de subir la cuesta y atravesar las desiertas callejas de las Tendillas y San Román.
Empezaba a amanecer y él seguía durmiendo, descansando de las pasadas emociones, cuando un fuerte rumor de voces airadas se comenzó a escuchar. Una turba de gentes furiosas y amenazadoras se situó ante su vivienda. Entre las voces, se escuchaba nítidamente su nombre. Lo acusaban de herir al Cristo y robarle. ¿Cómo podía ser? Nadie le había visto. Pronto comprobó lo que le había delatado. Las ropas en donde había traído escondida la imagen se hallaban chorreando sangre y ésta había dejado un reguero por todo el camino, a pesar de la lluvia torrencial que había barrido la ciudad, hasta llegar a la puerta de su casa.
El Cristo fue rescatado y repuesto en el altar de su pequena ermita y el judío Abisaín apresado. Tras un breve juicio fue condenado como autor del sacrílego crimen y apedreado públicamente.
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