Si somos capaces de escuchar con atención el relato de algunas viejas historias, es posible que entre las palabras oigamos rumores de hojas movidas por el viento, pisadas misteriosas en la hojarasca seca de otoño, lejanos ecos de tajos de astrales mordiendo leña... en algún momento, el relato se verá salpicado por cristalinas aguas de fuentes de montaña, e incluso, algunos serán capaces de escuchar el silencio gélido de las oscuras aguas de los ibones, profundidades misteriosas de las que en ocasiones salen voces, gritos y llantos, como podéis escuchar en las orillas del ibón de Estanés si sois capaces de pasar allí la noche mágica de San Juan o Sanchuan.
Nuestros antepasados adoraron a la Naturaleza a través de árboles y aguas; aprendieron las voces de los árboles y las convirtieron en protagonistas de narraciones mitológicas y ritos sagrados. Con el paso del tiempo, esa importancia ancestral se ha ido diluyendo, pero aún así se puede descubrir su sombra aquí y allá, a veces disfrazada de tradiciones festivas, de rituales convertidos en juegos infantiles o de costumbres y creencias populares.
Para entender el verdadero papel del árbol en la mentalidad de los primeros pobladores del Pirineo hay que hacer un esfuerzo de imaginación: kilómetros y kilómetros de oscuros bosques sin solución de continuidad crecen a sus anchas en todos los valles. Imaginando o recordando lo que hemos sentido al entrar en algunos de los bosques que aún nos quedan, podremos entender, por ejemplo, por qué en el Bosque de El Betato, en Piedrafita de Jaca, habitan duendes y es frecuentado por las brujas, pero por un tipo de brujas un tanto especial, como veremos luego, o por qué en algunos sitios han podido ver al Bosnerau, ese descomunal ser que camina entre árboles con un pie humano y una extraña pata circular. Seguimos imaginando aquí y allá, un gigantesco ejemplar de árbol que destaca por el grosor de su tronco y su altísima altura, y entonces nos acordamos de la mítica Carrasca del Sobrarbe.
Cuando alguien penetra en el interior del bosque, se ve rodeado de cambiantes destellos de luces del sol, sombras voladoras de pájaros, pisadas huidizas de jabalines, el sonido de la piel del onso al restregarse contra el tronco de un árbol, el silbido del viento entre las ramas y los tonos variadísimos de sus crujidos... todo un mundo de misterio que sobrepone el alma y castiga la mente con preguntas sin respuesta. Es el temor por lo desconocido, es la humildad de hombres y mujeres ante la grandiosidad de la naturaleza, y es la necesidad de explicarse y explicar lo que nos rodea, lo que convierte el bosque en el templo sagrado y el árbol en el dios del primitivo habitante pirenaico. Y esto es común a todos los seres humanos en el principio de los tiempos. Hindúes y celtas, egipcios y germánicos desarrollaron culturas dendrolátricas, adoradoras de árboles y todo lo que se desprende de ello: prácticas rituales, adivinación, medicina, sacrificios...
En la mitología universal, todos los pueblos han creído en un árbol es el símbolo de la vida, la regeneración y la inmortalidad:
Erminsul, Iggdrasil o Skambha son sólo algunos de los nombres que le dieron respectivamente los pueblos germánicos, los escandinavos y los hindúes al árbol creador del Universo
en el Paraíso existió además otro árbol, el de la Vida, con lo que podrían quedar emparentadas todas las cosmogonías que hablan de dos árboles primordiales, en muchas ocasiones identificados con un árbol que sostiene el sol y con otro que sostiene la luna.
No sólo el árbol se ha divinizado, los mitos hablan de que la misma raza humana procede de los árboles, de los robles, para ser exactos, y de que los árboles son espíritus vivientes anteriores a los humanos, son primeras madres. Hubo quienes adoraron a determinados árboles y quienes convirtieron algunos bosques en templos naturales.
Los pobladores de los Pirineos a través de los milenios compartieron por supuesto muchas de estas creencias, y su memoria aún pervive. Entre todos los árboles, en el Pirineo aragonés sobresalen con personalidad mágica propia el caxico o cajico, como llaman al roble, y la carrasca, como denominan a la encina. Los dos, del mismo género, quercus. Son árboles divinos, que atraen más que los otros el poder del rayo, simbolizan la fuerza, la longevidad, la altura. Tanto en el mundo celta como en el helénico, representaron el eje del mundo, y sirvieron de comunicación entre el cielo y la tierra. La antigüedad de esta creencia en esta parte de España, se pone de manifiesto en las palabras aragonesas que se conservan para designarlos, cuyas raíces, según los expertos, son :
-prerromanas, cassus para caxico, y el prefijo karr, para carrasca
Los celtas veneraban a los árboles, pues creían que sus deidades habitaban en ellos.El abedul representaba el renacimiento, ya que era el primer árbol en recuperar sus hojas tras la época invernal, al iniciarse la primavera.
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